sábado, 14 de junio de 2014

Adivinanza de Heráclito

  P. Schuster fue el primer estudioso en intentar, en 1873, un ordenamiento de los fragmentos que se conservan de Heráclito, teniendo en cuenta su contenido. Ahí colocó a la cabeza de todos el que después Diels y Kranz catalogarían como B56, aquella anécdota que muestra la adivinanza planteada por unos niños pescadores matadores de piojos a Homero, la que éste, no obstante su reputación como “el más sabio de los griegos”, no supo  resolver. Este ordenamiento hecho por  Schuster nos lo muestra en su libro Serge Mouraviev, HERACLITEA, Refectio IV (A) pp. 173 ss, donde da una tabla comparativa del orden de Schuster con el suyo y el de Diels-Kranz. Poco después, en 1877, y en marcado contraste con Schuster, I. Bywater  no consideró destacable dicho fragmento, al grado de que juzgó mejor excluirlo de su propio ordenamiento. Me parece, sin embargo, que la razón en esto está del lado de Schuster, pues el mencionado pasaje contribuye a iluminar otro de capital importancia en el pensamiento y doctrina de Heráclito, como veremos enseguida.
  En B56 dice Heráclito que “se dejan engañar los hombres en cuanto al conocimiento de las cosas manifiestas, a semejanza de Homero…”, quien no supo conocer lo que ponían de manifiesto las frases expuestas por los niños pescadores, es decir, lo que estaba manifiestamente supuesto en ellas y que había que tomar en cuenta para resolver el acertijo. Pero, dejando de momento a un lado esto, quisiera referirme a otra “cosa”, quizá no tan “manifiesta”, que parece no obstante asomar entre las líneas de B56 haciéndonos un guiño. Me refiero a que puede entreverse ahí el propósito fundamental de Heráclito al insertar este pasaje en su libro: no es ciertamente su intención principal poner en entredicho la reputación de Homero como “el más sabio de los griegos”, por no haber sabido resolver la adivinanza, sino presentar esta anécdota como un ejemplo ilustrativo de una situación semejante en la que quiere colocarnos a nosotros sus lectores, desafiándonos así a enfrentarla y a salir airosos de ella. Y nosotros debemos prever esto en la consecución de nuestra lectura, esperando la llegada de un pasaje que muestre, aunque no de manera expresa, sino afín al estilo que distingue al Oscuro de Éfeso, una adivinanza semejante en cierto sentido a la de los niños pescadores. Este significativo y capital pasaje, en su carácter de adivinanza, debemos, como decíamos, preverlo y esperarlo, pues, como dice el mismo Heráclito, “Si no se espera, lo inesperado no se descubrirá…” Si no la esperamos, no descubriremos  la adivinanza, y entonces el pasaje que la insinúa perderá para  nosotros su verdadero contenido y su correcta interpretación.
  Claro que, al no haberse conservado el libro original de Heráclito, no sabemos si este pasaje ha quedado antes o después del que conocemos como B56, de modo que debemos buscarlo hacia adelante y hacia atrás entre los fragmentos que tenemos. Podemos suponer, además, que el pasaje que buscamos ha sido de hecho conservado, pues debemos suponerlo mostrando  un  aspecto doctrinario, independientemente de si la fuente que lo conservó haya captado su significativo y velado carácter.  
¿Cuál sería este desafiante pasaje? Podríamos “esperar” que fuera el que conocemos como B1, que era, como sabemos, con el que se iniciaba el libro del efesio, pues su lectura nos plantea varias preguntas: ¿qué discurso (= lógos) es aquel del que “siendo certero, se vuelven siempre ignorantes los hombres, antes de oírlo y después de oírlo la primera vez”? ¿Cuáles son aquellas “palabras y acciones que experimentan los hombres” (cotidianamente)? ¿Son estas mismas acciones las que “se les oculta estando despiertos”, puesto que líneas antes se ha dicho que “se asemejan a carentes de experiencia, al experimentar (no obstante)…” tales acciones?
  Pero el pasaje que me parece tener más la forma y el carácter de una adivinanza semejante en cierto sentido a la planteada a Homero por lo niños que iban a “pescar” sus piojos al río, es  B30, aquel que se inicia con “Este orden, el mismo de todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de los hombres…” Ante todo, debo decir que para que esta primera oración de B30  se entienda como una adivinanza, que es como creo que debe entenderse, hay que tomar  kósmos  en su matiz originario de “orden”; entenderlo como “mundo” es ya anticipar una interpretación prematura. Por su parte, el genitivo  hapánton  hay que tomarlo como tal, y no traducirlo como si fuera un dativo: “el mismo para todos”.  Esta primera parte del pasaje es la que más me recuerda a aquella adivinanza que figura en B56. En aquel caso, la pregunta a resolver es ¿qué es lo que traen los niños de regreso de su pesca? En este otro, es ¿qué orden es éste, que no fue generado por ningún dios ni hombre?  Aquella manera habitual de entender el texto heraclíteo de esta primera oración de B30  presupone gratuitamente, cosa en que incurre también Homero en su caso, que el objeto del que se está tratando está “allá” enfrente y no “acá” de este lado, como es en realidad. ¿Por qué los  niños se traen lo que no pudieron ver ni coger? Pues porque ya lo llevaban desde un principio “acá” en sus cabezas. ¿Por qué este “orden”, que es el mismo de todos, no lo ha generado ninguno de los dioses ni de los hombres? ¡Pues porque tanto hombres como dioses, desde que lo son, no pueden dar origen a algo que ya traen por naturaleza en sus cabezas! Se trata, pues, de un orden interno. La segunda parte del pasaje heraclíteo continúa: “…sino que era siempre, es y será un fuego siempre viviente, que se enciende según medidas y se apaga  según medidas”. Este “siempre” (aeí) lo estamos tomando con el mismo matiz en que lo entendimos más arriba, en relación con B1, es decir, como “sucesivamente”, “a su turno”, “cada vez”, de modo que aquel orden interno, al que se refiere, como vimos, la primera parte del pasaje, persiste como tal en nosotros “sucesivamente” a través de todas las generaciones humanas, las que fueron, las que son, y las que serán. Y además, es un fuego “siempre viviente”, es decir, que comparte siempre la vida del que lo lleva en su interior, “encendiéndose y apagándose según medidas”. Este “fuego” es, pues, entendido simbólicamente, una Luz que ilumina la mente de los hombres, es el “fuego” de la inteligencia, entendido no sólo como luz sino también como proceso que encierra ciertas “acciones” (érga, B1) mentales que dan lugar al conocimiento humano,  que “se enciende” si respeta ciertas “medidas” o límites, pero que “se apaga” si las rebasa. Estas “acciones”, volviendo de nuevo a B1, dan origen a ciertas “palabras” de nuestra experiencia diaria, experiencia que nos pasa inadvertida, “al semejarnos a los carentes de experiencia” (apeíroisiv eoíkasi), es decir, a los idiotas, pues se nos oculta cuanto hacemos despiertos, como dice Heráclito al final de B1. Y esto nos hace también volver a Schuster, pues lo dicho parece darle la razón cuando afirma que el efesio es un filósofo empirista.    La segunda parte de B30, además, recuerda a B94, donde el “fuego” es sustituido por Hélios: “El sol, pues, no rebasará sus medidas; si no, las Erinias, ministras de Díke, sabrán encontrarlo (y eclipsarlo)” Este “pues” (gár) es significativo, ya que recuerda a su vez a B30 (¿estaba B94 enseguida de B30 en el libro de Heráclito? O, en caso contrario, ¿su autor escribió ahí el gár para inducir a su lector a relacionar los dos pasajes? ). El fuego interior tampoco rebasará sus medidas, ya que en tal caso las Erinias lo apagarán. Esto indica que la luz del conocimiento humano tiene ciertos límites o medidas, pues el hombre no puede conocerlo todo. Con esto parece relacionarse B83: “El más sabio de los hombres parece un mono de Dios, en sabiduría…”
  Este sentido de  kósmos  como “orden interno o mental” puede observarse también en B89: “Para los que están despiertos hay un orden (mental) común, mientras que los que duermen se vuelve cada uno al suyo propio”, dando a entender que los despiertos manejamos un orden mental común (“el mismo de todos”, B30) que hace que nos entendamos en nuestras relaciones cotidianas, mientras los que duermen sufren, en cambio, de un ordenamiento muy extraño y particular del pensamiento, propio de los sueños. Y este orden mental que nos permite entendernos y vivir, es lo que estudió Heráclito (“yo me investigué a mí mismo”, B101), y puesto que él, un hombre como nosotros, lo hizo, es muy sensato decir: “A todos los hombres les está concedido conocerse a sí mismos y ser sabios” (B116). Incluso hay otro fragmento del libro de Heráclito con el que podemos coronar estas estrechas conexiones de B30: me refiero a B54, aquel que dice: "La armonía invisible, más fuerte que la visible". Es decir, la armonía de opuestas tensiones que hay en nuestro orden interno, en el interior de nuestras cabezas, y que es invisible a nuestros ojos sensoriales, es más fuerte que la visible que está afuera, en el orden del mundo.
   Pero, ¿en qué consiste este orden mental que podemos conocer e investigar, y conforme al cual está dispuesta nuestra inteligencia? Pues consiste en aquello sobre lo que “actuamos” en nuestra experiencia diaria sin notarlo (“se nos oculta lo que hacemos, como si careciéramos de experiencia”, como dice B1), es decir, consiste en aquella capacidad de nuestra inteligencia para, entre otras cosas, disociar y asociar (“se esparce y se recoge” (B91), dice Heráclito) lo que nos presentan nuestras percepciones sensibles para generar así nuestro conocimiento de las cosas…
  De acuerdo con esto, podríamos decir que el área predominante en el pensamiento y doctrina de Heráclito está en la gnoseología.
  No sé si lo dicho hasta aquí produzca en ustedes el siguiente reparo: “Lo que expones tiene el inconveniente de ir contra el consabido arcaísmo de Heráclito”, aunque si sólo se trata de este “inconveniente” yo no tendría reparo  en exclamar: “pues entonces, ¡enhorabuena, vayamos en contra de tal pretensión!“, pues me parece que el “consabido” arcaísmo atribuido a Heráclito y a los demás  filósofos presocráticos proviene de la influencia que ha ejercido sobre nosotros la autoridad de Aristóteles y de Hegel, sobre todo, para quienes la primera filosofía carecía aún de  experiencia (Aristóteles) o de concreción (Hegel). Pero si consideramos que tales apreciaciones provienen a su vez de engañosas subjetividades en el pensamiento de uno y otro, nos será fácil liberarnos de tal influencia  para encarar de manera objetiva y desprovista de prejuicios los escritos que nos quedan de aquellos primeros y grandes sabios de Grecia.

          

                           

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