Recuerdo aquel recuerdo de mi primera infancia que tenía yo cuando cursaba la
Preparatoria: la primera clase que tuvimos de Psicología el profesor nos dejó
de tarea relatar nuestro recuerdo más lejano. Yo relaté aquel momento en que mi
hermana mayor, que a la sazón tendría unos quince años (ella me llevaba 13), me
llevaba en sus brazos por una vereda que en aquel tiempo había entre la Cerrada
de San Borja y la Avenida Insurgentes, en la entonces poco poblada Colonia del Valle, y
por la que iba cantando la ya célebre tonada del gran Gonzalo Curiel:
“Voy por la vereda tropical…” (A propósito: ¿cuál es esa canción cuyo rumor se oye "en la brisa que viene del mar"? y ¿quién es el que oye ese rumor? Yo creo que es el mismo Gonzalo Curiel, que oía su propia canción cuando la estaba componiendo. ¿Iba él mismo por la vereda tropical o sólo se lo imaginaba?). Un tiempo después, rememorando esto, juzgué que
ese no había sido mi recuerdo más lejano, sino otro que curiosamente fue el de
mi primera caminata con un bastón. Mi abuelo materno me regaló de Navidad un bastoncito muy
pintoresco, y me puso a caminar detrás de él, yo con mi bastón y él con el
suyo. Lo que más recordamos es lo que más nos ha impresionado, y seguramente
esto dejó en mi memoria una gran impresión. Tengo también un vívido recuerdo de
otras dos canciones de aquella época: “Por un amor” de Gilberto Parra, y “Traigo
un amor” de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar. Andaba yo por los seis o siete
años de mi edad cuando las escuchaba, impresionándome sobre todo esta última,
pues recuerdo que captaba en ella una sonoridad muy especial. Mucho tiempo
después, al recordarlas, advertí que la de Esperón y Cortázar expresaban, en
música y en letra, sentimientos completamente opuestos a la de Parra, pareciéndome
que la de éste había sido compuesta
primero, y que la de aquéllos había sido la respuesta deliberada a “Por un amor”,
que tenía una música y una letra muy quejumbrosas. El quejumbre de ésta: “Por
un amor me desvelo y vivo apasionado, tengo un amor que ha dejado en toda mi
vida amargo dolor… Pobre de mí, esta vida mejor que se acabe, no es para mí…”
era sustituido por la alegría de la otra: “Traigo un amor, y lo traigo tan
adentro, que hay momentos que no siento dónde tengo el corazón… A esa mujer yo la quiero como
quieren, como quieren esos hombres que son todo corazón. A esa mujer yo la
quiero hasta la muerte, y para mi buena suerte, soy el dueño de su amor”.
El
primer libro de mi biblioteca, “Los Animales Prehistóricos”, de la Colección
Oro de una editorial argentina, me costó cinco pesos mexicanos; tenía entonces
unos once años y su lectura me hizo conocer las edades geológicas del pasado.
Me enteré que el Jurásico fue la Era de los grandes dinosaurios, y me pareció
que esa había sido la Era más grandiosa de la Historia de la Tierra. Este libro
despertó mi amor a la Biología. Me interesaba sobre todo la Evolución de la
Vida, y dentro de ella, la magnífica Evolución de los Vertebrados. Me enteré
después de las teorías evolucionistas de Lamarck y de Darwin, y me pareció que
la de éste no explicaba bien el origen de las especies. ¿Por qué, por ejemplo,
la gran mayoría de los mamíferos herbívoros tiene cuernos y ninguno de los
carnívoros los tiene? Si las especies resultan por selección natural de
mutaciones que se presentan fortuitamente, desapareciendo aquellas cuyas
mutaciones son desfavorables para subsistir, ¿por qué, entonces, si los cuernos
no les estorban para vivir, no hay una sola especie de carnívoro que haya presentado
dicha mutación? ¿Por qué han sido sólo los herbívoros los que han tenido esa
predisposición a ella? Si se trata, pues, más bien de una predisposición que de
algo fortuito, tendría más validez aquí una explicación filosófica, algo así
como una especie de “armonía preestablecida” de la morfología de los seres
vivos, que una explicación científica del origen de las especies.
Egresé de la
Preparatoria, que cursé en el Colegio
Alemán “Alexander von Humboldt”, ubicado por entonces en la calle de Benjamín
Hill, donde ahora se encuentra el plantel de la Universidad La Salle, para
ingresar a la Facultad de Medicina. Un par de años después
sentía ya más inclinación hacia la Filosofía que hacia la Medicina, de modo que
dejé esta carrera. Me aficioné sobre todo al estudio de los sabios
presocráticos con la lectura de “La teología de los primeros filósofos
griegos”, de Werner Jäger.
Al dejar la carrera
de Medicina, mi padre veía con malos ojos mi conducta, por lo que decidí
buscar trabajo, pero ninguno me
complacía, por lo que acabé entrando al negocio de mi padre, que era el de
comprar vacas de establo, cuyo dueño las desechaba por improductivas, para
matarlas en un Rastro y vender su piel, carne y menudo. Este trabajo era un
tanto agotador, y además mi propia inclinación al estudio era un obstáculo para
que sintiera yo gusto por él, de modo que después de unos tres años y medio lo
dejé por otro que conseguí por entonces en las oficinas centrales de Caminos y
Puentes Federales de Ingresos y Servicios Conexos. No me retribuía mucho, pero
al menos contribuía en algo al gasto de la familia y, sobre todo, me permitía
estudiar por las tardes lo que me gustaba, y así, me inscribí en la Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM, ¡al fin!, en la carrera de Filosofía.
Me llamó la
atención, además de la de los grandes sabios presocráticos, la presencia
filosófica de Descartes (me gusta pronunciarlo en español, tal como se
escribe), a quien ya conocía un poco por mis lecturas anteriores. Me parece que
un texto fundamental en el estudio de su pensamiento es El Mundo, o Tratado de la luz, en conexión con los Meteoros, uno de los ensayos del Discurso del Método. Como se sabe, El Mundo iba a ser la primera publicación
de la obra cartesiana, pero su autor se retrajo al conocer la condena de la
Iglesia a las ideas sobre el movimiento de la Tierra, que había traído a nueva
cuenta Galileo. Al dar comienzo a El
Mundo, Descartes escribe (escribo de memoria):
Habiéndome propuesto tratar de la luz,
debo ante todo prevenir al lector acerca de la diferencia que puede haber entre lo que
percibe nuestra imaginación y lo que hay en las cosas luminosas y que llamamos luz…
En la Primera de las Reglas para la Dirección del Espíritu escribe Descartes (traduzco
del francés):
Los hombres tienen el hábito, cada vez que
descubren una semejanza entre dos cosas, de atribuir a ambas, incluso en lo que
difieren, lo que han encontrado de verdad en una de ellas…
Descartes aplica allí
esta frase a la diferencia que debe observarse entre las ciencias, por un lado,
y las artes, por el otro, pero puede aplicarse también a la cita de arriba, que
se refiere al problema de la percepción, aunque allá habla sólo de la
percepción de la luz. Me parece que este problema, el del origen o producción
de nuestras sensaciones, que parte del conocimiento de la diferencia esencial
que hay entre, por ejemplo, la luz como imagen sensible y la luz como la acción
de las cosas luminosas, es una de las “experiencias” a las que se refiere
nuestro autor al final de la Tercera Parte del Discurso del Método, cuando cuenta que tenía veintitrés años.
Cursé la carrera de Filosofía en la UNAM
entre los años 1967 y 69. Algunos de los maestros que tuve entonces fueron los
profesores Luis Villoro, Alberto de Ezcurdia, Ramón Xirau, García Lozano,
Bernabé Navarro, Eva Uchmany, Juan Miguel de Mora. Tuve que abandonar la
carrera antes de terminarla, ya que a mi padre no le iba muy bien en su
negocio, y me puse a estudiar Programación de computadoras, intentando con esto
obtener mayor retribución por mi trabajo. Conseguí así un trabajo de
programador en Guadalajara, en Sistematik, S.A., ubicado cerca de la Fuente de
Minerva. Después de tres años y medio regresé al D.F. y conseguí ingresar a
Banca Serfin, S.A. también como programador, donde trabajé veintitrés años
hasta que me jubilaron. En 1976 me
inscribí en la UAM de Iztapalapa para seguir estudiando filosofía. Recuerdo que
en el Seminario de Presocráticos y Platón, impartido por el profesor Juan Mora
Rubio, me pareció que Platón interpretaba mal a Parménides. Esto, y el hecho de
que tenía ya un trabajo que me satisfacía económicamente, me hizo decidirme por
dedicar mi tiempo libre a profundizar el estudio de este gran pensador
presocrático, para lo cual requería yo un mayor conocimiento del griego
antiguo. Recurrí entonces a visitar a mi
antiguo profesor de Textos filosóficos griegos, el Dr. Bernabé Navarro, quien
aceptó amablemente darme tal asesoría. También él me ayudó a conseguir alguna
bibliografía sobre el tema. Durante el tiempo de mi esmerado estudio del Poema
de Parménides, dedicado especialmente al Proemio, que se extendió desde octubre
de 1980 hasta mediados de 1986, tuve el gusto de conocer personalmente a los
profesores latinoamericanos Conrado Eggers Lan y Alfonso Gómez-Lobo en un
Coloquio sobre Parménides, en homenaje a Harold Cherniss, que tuvo verificativo
en junio de 1984 en la UNAM. En cuanto a
la asesoría que recibí del griego, intervinieron en ella también Conrado Eggers
y sobre todo la gran maestra Paola Vianello. En 1986 terminé mi primer artículo
sobre el Poema de Parménides y lo entregué en la Dirección de Nova Tellus, Anuario del Instituto de
Investigaciones Filológicas, a cargo por entonces de Roberto Heredia Correa, y
fue revisado y aceptado para su publicación por Enrique Hülsz. El artículo
llevaba por título “El Proemio de Parménides y el arte del acertijo” y presentaba
una imagen de Parménides muy diferente de la que prevalecía entre los
estudiosos. Su primer párrafo dice lo siguiente:
Considero que sería
prudente y conveniente hacer una revisión de los supuestos
en que se apoya nuestra
apreciación de los filósofos presocráticos, a quienes
Aristóteles conceptuaba
como pensadores torpes y balbucientes, y los estudiosos
de nuestro tiempo como
“los hombres primitivos del pensamiento”, y empezar a
formarnos de ellos un nuevo concepto, más
justo y objetivo, pues me parece haber
encontrado en el Poema de
Parménides a un autor de sorprendente y esclarecido
ingenio.
Considero que Plutarco
tenía razón al decir que Parménides no tenía dotes de poeta, pero esto no obsta
para decir, en cambio, que tenía dotes de excelente escritor, que manejaba una
técnica expresiva muy esmerada y estudiada, en la que había, por ejemplo,
ciertas ambigüedades que el “joven” lector debía aclarar y desentrañar para
entender lo que el texto quería comunicar sólo a él, es decir, sólo a un lector
muy atento y reflexivo, a quien parece estar dirigido el poema parmenídeo. Por esto, yo pienso que este poema no fue pensado por su autor para ser leído en voz alta ante una audiencia capaz de captar de inmediato su sentido, sino para ser leído y meditado por un lector en solitario, por un lector con dotes intelectuales e interesado por alcanzar aquel "camino de la deidad" alcanzado ya por Parménides. Para ello tenía éste que hacer de su texto múltiples copias en papiro y repartirlas entre sus amigos y conocidos, con el encargo de hacer también varias copias. Este empeño de nuestro autor en extender su poema no sólo en Elea sino también en otras comarcas de la Magna Grecia y de más allá, puede explicar muy bien el hecho de que Simplicio, mil años posterior a Parménides, tuviera aún en sus manos una copia del texto completo.
Después de la década de los 80’s abandoné
por un tiempo el estudio de Parménides para enfocarme en ciertas inquietudes
filosóficas que tenía y que se relacionaban con el sorprendente pasaje de las Confesiones de San Agustín en que habla
a Dios sobre el momento de su nacimiento:
Pero ¿qué es lo que yo intento
deciros, Dios y Señor mío, sino que ignoro de dónde
he venido a esta vida,
que no sé si llamarla vida muriente o muerte viviente?
Digo “sorprendente”
porque aquí San Agustín habla más como filósofo existencialista que como creyente,
puesto que todo creyente sabe, por su religión, que proviene de Dios.
Posiblemente Calderón de la Barca se
inspiró en este dicho del santo de Hipona al escribir estos versos de un largo
parlamento del rey Basilio, en La vida es
sueño:
En Clorilene mi
esposa
tuve un
infelice hijo,
en cuyo parto
los cielos
se agotaron de
prodigios.
Antes que a la
luz hermosa
le diese el
sepulcro vivo
de un vientre
(porque el nacer
y morir son parecidos),
A fines de 2005 volví a acercarme a
Parménides y me aboqué a la elaboración de un nuevo artículo que me llevó menos
tiempo que el anterior, pues encontré de pronto en su Poema nuevas revelaciones
que antes me habían pasado inadvertidas, lo que me dio la impresión de que mi
subconsciente había seguido avanzando por su cuenta en su estudio, en los años
en que mi conciencia lo había abandonado, y ahora afloraban en ella sus
resultados. Le di el título deliberadamente provocativo de “La poesía de
Parménides: el arte del estilo ambiguo y desafiante, insinuador y sutil”. Lo
entregué a Nova Tellus a fines de
enero de 2008 y fue revisado y aceptado para su publicación por los destacados
filólogos David García Pérez y Omar Álvarez Salas en el No. 26-1 de ducho
Anuario. Destaco en él la sutileza de ciertas expresiones que llevan al
descubrimiento de sutiles insinuaciones que permiten la correcta interpretación
del texto.
Después elaboré un tercer artículo, al que
di también un título provocador, aludiendo a los versos 22, 26 y 27 del Proemio:
“ ‘Y una diosa me recibió’ al volver en mi camino por el relato de Parménides”.
En él extiendo mi estudio también a pasajes posteriores al Proemio. Hago notar
en él que la diosa parmenídea no va a revelar nada al “joven” receptor de su
discurso, sino a exhortarlo a informarse
de todo (jreó dé se pánta puthésthai,
B1, 28), a esforzarse en su trabajo de
intérprete. Este artículo aparece en Nova
Tellus 29-2.